Así como todo lo que hago últimamente (en la mayoría de mis pasos certeros, aunque sin rumbo), las ganas de caminar surgieron de la nada. No fue un impulso automático. Eso tal vez hace un mes, cuando caminaba al menos tres veces por semana. Antes de la angustiosa vorágine provocada por mi graduación (o “graduaciones”, porque fui a tres ceremonias que, aún habiéndome liberado de la misa, comenzaban a parecerme demasiadas). Pero ese día no. Salí, pero no sé que cosa me hizo querer alejarme de mi asiento, aunque ni el lugar ni la situación fuesen incómodos o indeseables. Un escalofrío fue suficiente. Disck-man. Sigúr Ros. Llaves. “Al rato vuelvo”…
La noche de domingo era deliciosa. El tiempo le regalaba a mi piel el equilibrio perfecto de frío y calor, de tranquilidad y violencia, que sería la norma climática en mi país, en el que todos andaríamos siempre desnudos. El idílico sonido de ese piano y esos vocablos inventados y ejecutados por esa boca, que no entiendo y que nadie entiende (pero que por alguna razón interpreto como el dogma que rige el momento en que los escucho), fueron mis únicos compañeros de viaje. Mi equipaje era tan ligero, pero tan vasto como el peso de todos mis recuerdos y añoranzas. Mi paso, acelerado. Como siempre. Solo que en ese momento sabía exactamente a donde iba. O eso creía yo.
Soy un niño que desborda avidez por descubrir el mundo. Ni yo lo sabía. O mas bien, ya lo había olvidado. Pero los primeros árboles me lo recordaron. Por primera vez en mucho tiempo, en mis visitas a esa mágica y concurrida circunferencia repleta de pinos y otras especies, miraba hacia arriba y al frente. Mi cerebro se regocijaba en el presente, no jugaba con los “quizás” ni los “ya pronto”. Todo yo estaba en ese momento. Inspeccionando las intrincadas formas. Maravillándome con los opacos colores. Respirando. Viviendo. Viviendo como si fuera un moribundo desesperado por absorberlo todo antes de liberar su último suspiro. Un fugaz instante de miedo (¿iré a morir pronto?) amenazó con derrumbar el éxtasis, pero desapareció abrumado ante la magnificencia de ese pequeño momento sublime. Y seguí caminando. Flotando. Viviendo. Viviendo como ese moribundo, disfrutando sus últimos segundos.
Hablé con los transeúntes que se unieron en mi viaje. Me conmoví ante su poderosa melancolía y me estremecí ante su melancólico poder. Hasta me enamoré de uno de ellos. Y toqué sus ramas. Porque en ese momento ver, escuchar y respirar dejaron de ser suficiente. Tenía que tocar. Alcé el brazo, mis pies de puntillas, y sentí unos ligeros piquetes en mis dedos. Habré parecido como un loco para quienes estuvieran fuera de mi mágico ensueño. Quienes no entendieran mi coqueteo con los árboles mas hermosos que había visto jamás, que curiosamente eran los mismos que había visto toda la vida. Y me recordé de pequeño. Cuando caminaba con el brazo extendido hacia la pared y la mano rozando lo que encontrara. Cuando cualquier forma y textura parecía tener algo muy importante que contarle a mi piel.
Seguí. Y cada paso me colmaba de una imagen mas. De una frase mas. De una instantánea de la vida de cada amigo árbol. Palabras no pronunciadas de tristeza. Gozo. Sabiduría. Solemnidad. En algún momento mis lágrimas quisieron escapar de su glándula, pero debí censurarlas momentáneamente. No quería que algún extraño ofreciera una ayuda innecesaria. Aún no estaba preparado para abandonar mi recién recuperada capacidad de asombro. Y no lo hice. Al finalizar la primera vuelta les dije “gracias” a los árboles y les dije “hola” a las estrellas. Y cuando terminé con ellas le dí la bienvenida al viento. Pero nunca abandoné a ningún compañero anterior. Solo prestaba un poco más de atención a cada nuevo invitado. Y para cuando todos estuvimos juntos caminando, respirando, escuchando y viviendo como moribundos, sentí la mayor gratitud que he sentido en mucho tiempo. Mayor que en cada una de las ceremonias a las que he asistido y que inventamos para pretender o intentar sentir gratitud. Estaba vivo. Solo, pero cobijado por esos extraños que me acogieron esa noche. Nada había cambiado. Nada, salvo que en ese momento tuve la certeza de que estoy aquí, en este mundo, porque sí. Porque lo gozo. Porque quiero estar. Por lo que tengo que aprender y lo que tengo que dar. Por todo lo que hay para ver, escuchar, sentir, probar, respirar…
Alicia, además de los árboles, las estrellas (cuyo primer re-descubrimiento fue gracias a ti y a ese hermoso libro que me regalaste), y el viento, estuviste tú, y el recuerdo de nuestra última charla. Tu siguiente momento sublime debe estar cerca.