15.6.05

Que nada importa...


Que la realidad no existe. No hay tal cosa como el “mundo real”. Todo son instantáneas. Momentos. Juicios. Todo visto a través de un aparato emocional y sensorial. Uno solo. El propio. La lucha por la verdad está perdida. Somos seres irremediablemente solos. Únicos en nuestra percepción. Jamás correspondidos en totalidad. Una hoja caída de un árbol. Nativos de nuestra propia isla. Estudiosos de nuestras propias especies. Poseedores de un lenguaje único e indescifrable para invasores. Somos yo, y los colores, dolores y sabores que he recolectado a lo largo del camino. Una realidad para cada quien. Una creación distinta en ciernes por cabeza. Una obra de arte en potencia.

Que Dios es solo un pretexto para hacernos sentir menos vulnerables. El seguro de la puerta. El cinturón de seguridad del auto. Posiblemente no nos salven. Pero apagan nuestras tendencias fatalistas; el desasosiego que produce la incertidumbre. Un ladrón diestro entra a una casa aunque esta tenga miles de cerrojos. O puede decidir no robar, al azar, aquella que, aunque no lo sepa, ni siquiera se encuentra “asegurada” por medio de candados. La decisión, el sentirnos falazmente protegidos o el confiar nuestros destinos a la suerte, es lo de menos. Son solo dos puntos, cada uno situado en un extremo opuesto de la línea. El debate sobre la existencia de Dios es tan útil como el enigma del huevo y la gallina. Decidiré yo mismo si pongo el cerrojo o si dejo la puerta abierta. Y, lo que decida, nadie se atreva a discutirlo.

Que no es verdad que somos la raza superior. Solo una versión magnánima de todo lo demás. “The Animal Kingdom Reloaded”. “The Plants and the Trees Vol. II”. Hormigas grandes que casi invariablemente continúan el rumbo de sus predecesoras. Polillas que siguen la luz sin importarles si “la flama es real”. Victimas de nuestros instintos. Predadores acechando a la próxima victima. Bestias defendiendo sin tregua lo que sentimos como propio. Frutos indefensos a punto de ser arrancados por una mano fuerte y violenta. La raza superior, dicen. Nuestro lugar en la cima de la cadena alimenticia es menos un privilegio que una mera característica. Y hoy, desprovisto de la supuesta superioridad de mi especie, podré saborear, tan desvergonzadamente como el perro de mi hermano, de lo poco que tengo. La vida antes del fin. Este respiro…

Que el arte es un espejismo. Tu pones la obra. Yo digo “arte” o “no arte”. Que los rayones son arte. Que el paisaje no lo es. Que era al revés. Que ese gemido no puede serlo. Que ese vibrato si lo es. Que aquella maraña tiene que serlo. Que esta línea recta, jamás. Y nosotros decimos que es arte. Y los otros dicen que no. ¿Y porque sí? Porque sentimos que la piel se eriza. Que el corazón se acelera. Que los sentidos se embelezan y los ojos se humedecen. ¿Y porque no? Porque a aquellos no se les movió ni un pelo en presencia de la obra. De esa pequeña reproducción de la realidad. De esa “realidad” inexistente mas allá de nuestra propia individualidad... Un espejismo. El arte es un espejismo en el que cada quien pone su propio oasis. Fascinantes y movedizos puntos en los cuales fijar nuestras inquietudes y necesidades.

Que somos nuestros propios enemigos. Nadie boicotea mejor nuestros actos que el subconsciente. Los autoterroristas. Los saboteadores… Equilibrio. Cuando mas, una falacia (si no hablamos de básculas para tortillas). A los que les sobra pasión, les falta autocontrol. A los que les sobra razón, les falta arrojo. Por eso Kurt Cobain terminó suicidándose. Por eso otros terminaremos viviendo hasta el fin de nuestros días, por causas naturales, una vida que no es la que hubiéramos deseado vivir. Por eso siempre falta, o sobra, o falla, o explota algo. Pero siempre habrá una migaja que nos proteja de la carencia. Una cama debajo de la cual esconder la abundancia. Un chicle con el cual remendar una falla. Un paraguas con el cual cubrirnos de los residuos de la explosión. Si, también somos buenos aplicando la autoindulgencia…

Que no soy bello. Que mi naciente barriga es tan excitante como las mentes de aquellos que invierten mas de dos horas diarias en un gimnasio. Que mis vellos púbicos son tan abundantes como quienes aún después de cirugías plásticas no logran quererse a sí mismos. Que mi uniceja es tan sexy como como nutrido el espíritu de Paris Hilton. Lo digo yo. Yo que he sucumbido ante los encantos de narices mas chatas que mi dedo pulgar. De cabezas mas amorfas que las tortillas de Don Güero. De dientes tan derechos como el camino a Majalca. Yo, que, con barriga naciente, vellos púbicos abundantes y uniceja coronando la mirada, he sido objeto de ruborizantes piropos. Lo digo yo, que no soy bello. ¿Y quién necesita serlo?

Que eso del amor es un contrato. Matemáticas. Un juego de sumas y restas. “Me falta aprecio por mi mismo, me das adoración desmedida y degenerada”. “Me falta seguridad, me das autoritarismo”. “Me falta sentido, me das problemas que resolver”. “Me falla la razón, y a ti también”. ¡Pum! La ecuación perfecta. Nada de niños desnudos lanzando flechas. Nada de naranjas partidas a la mitad que se juntan de nuevo. Cada quien, su propia formula. Cada par, un cocktail de vacíos, cualidades y complejos. El balance perfecto entre dulzura y amargura. ¿Y qué? La vida misma, con sus reglas, posibilidades y limitaciones, no es mas que un enorme campo de juegos. Que empiece el partido…

Que no es verdad que existe la nobleza. Que todo gesto de desprendimiento es siempre seguido por una retribución. No nos deshacemos de esas monedas porque pensemos que con ello resolveremos la vida del anciano, el payaso o la niña. Esas monedas nos permiten sentir nuestra propia bondad en todo su esplendor. Pavimentar nuestro camino al cielo. Los leprosos le dieron a Teresa de Calcuta la capacidad de cumplir su destino, de responder a ese llamado (interno dicen unos, divino diría ella). Si la fuerza de esa convicción fuera menor a su miedo ante la lepra hoy no tendríamos una Santa más. La filantropía es una negociación. Nada de espiritus altruistas. Nada de glorias ganadas. A veces damos y a veces nos dan. Así son las cosas. Y aún así, en ese proceso, ambas partes se benefician. La transacción carece de divinidad, mas no de magia.

Que nada importa. Que la realidad no existe, pero tengo la posibilidad de moldearla. Que Dios es un pretexto, y que a los pretextos algunos los necesitan. Que no somos superiores, y no necesitamos esa responsabilidad. Que el arte es un espejismo, y los espejismos son hermosos. Que somos nuestros mayores enemigos pero también nuestros mejores indulgentes. Que el amor es un juego, y que a todos nos gusta jugar. Que no soy bello, pero tampoco me faltan encantos. Que no existe la nobleza, pero si los beneficios mutuos. “Que nada importa”. Que no todo era como me lo contaron. “Nada importa”. Qué pensamiento tan terrorífico, pero tan liberador…



22.3.05

De Mi 'Affair' Con los Gigantes

Así como todo lo que hago últimamente (en la mayoría de mis pasos certeros, aunque sin rumbo), las ganas de caminar surgieron de la nada. No fue un impulso automático. Eso tal vez hace un mes, cuando caminaba al menos tres veces por semana. Antes de la angustiosa vorágine provocada por mi graduación (o “graduaciones”, porque fui a tres ceremonias que, aún habiéndome liberado de la misa, comenzaban a parecerme demasiadas). Pero ese día no. Salí, pero no sé que cosa me hizo querer alejarme de mi asiento, aunque ni el lugar ni la situación fuesen incómodos o indeseables. Un escalofrío fue suficiente. Disck-man. Sigúr Ros. Llaves. “Al rato vuelvo”…

La noche de domingo era deliciosa. El tiempo le regalaba a mi piel el equilibrio perfecto de frío y calor, de tranquilidad y violencia, que sería la norma climática en mi país, en el que todos andaríamos siempre desnudos. El idílico sonido de ese piano y esos vocablos inventados y ejecutados por esa boca, que no entiendo y que nadie entiende (pero que por alguna razón interpreto como el dogma que rige el momento en que los escucho), fueron mis únicos compañeros de viaje. Mi equipaje era tan ligero, pero tan vasto como el peso de todos mis recuerdos y añoranzas. Mi paso, acelerado. Como siempre. Solo que en ese momento sabía exactamente a donde iba. O eso creía yo.

Soy un niño que desborda avidez por descubrir el mundo. Ni yo lo sabía. O mas bien, ya lo había olvidado. Pero los primeros árboles me lo recordaron. Por primera vez en mucho tiempo, en mis visitas a esa mágica y concurrida circunferencia repleta de pinos y otras especies, miraba hacia arriba y al frente. Mi cerebro se regocijaba en el presente, no jugaba con los “quizás” ni los “ya pronto”. Todo yo estaba en ese momento. Inspeccionando las intrincadas formas. Maravillándome con los opacos colores. Respirando. Viviendo. Viviendo como si fuera un moribundo desesperado por absorberlo todo antes de liberar su último suspiro. Un fugaz instante de miedo (¿iré a morir pronto?) amenazó con derrumbar el éxtasis, pero desapareció abrumado ante la magnificencia de ese pequeño momento sublime. Y seguí caminando. Flotando. Viviendo. Viviendo como ese moribundo, disfrutando sus últimos segundos.

Hablé con los transeúntes que se unieron en mi viaje. Me conmoví ante su poderosa melancolía y me estremecí ante su melancólico poder. Hasta me enamoré de uno de ellos. Y toqué sus ramas. Porque en ese momento ver, escuchar y respirar dejaron de ser suficiente. Tenía que tocar. Alcé el brazo, mis pies de puntillas, y sentí unos ligeros piquetes en mis dedos. Habré parecido como un loco para quienes estuvieran fuera de mi mágico ensueño. Quienes no entendieran mi coqueteo con los árboles mas hermosos que había visto jamás, que curiosamente eran los mismos que había visto toda la vida. Y me recordé de pequeño. Cuando caminaba con el brazo extendido hacia la pared y la mano rozando lo que encontrara. Cuando cualquier forma y textura parecía tener algo muy importante que contarle a mi piel.

Seguí. Y cada paso me colmaba de una imagen mas. De una frase mas. De una instantánea de la vida de cada amigo árbol. Palabras no pronunciadas de tristeza. Gozo. Sabiduría. Solemnidad. En algún momento mis lágrimas quisieron escapar de su glándula, pero debí censurarlas momentáneamente. No quería que algún extraño ofreciera una ayuda innecesaria. Aún no estaba preparado para abandonar mi recién recuperada capacidad de asombro. Y no lo hice. Al finalizar la primera vuelta les dije “gracias” a los árboles y les dije “hola” a las estrellas. Y cuando terminé con ellas le dí la bienvenida al viento. Pero nunca abandoné a ningún compañero anterior. Solo prestaba un poco más de atención a cada nuevo invitado. Y para cuando todos estuvimos juntos caminando, respirando, escuchando y viviendo como moribundos, sentí la mayor gratitud que he sentido en mucho tiempo. Mayor que en cada una de las ceremonias a las que he asistido y que inventamos para pretender o intentar sentir gratitud. Estaba vivo. Solo, pero cobijado por esos extraños que me acogieron esa noche. Nada había cambiado. Nada, salvo que en ese momento tuve la certeza de que estoy aquí, en este mundo, porque sí. Porque lo gozo. Porque quiero estar. Por lo que tengo que aprender y lo que tengo que dar. Por todo lo que hay para ver, escuchar, sentir, probar, respirar…

Alicia, además de los árboles, las estrellas (cuyo primer re-descubrimiento fue gracias a ti y a ese hermoso libro que me regalaste), y el viento, estuviste tú, y el recuerdo de nuestra última charla. Tu siguiente momento sublime debe estar cerca.