Primero, fue el cambio de cine. No es que frecuente las salas de mayor categoría en la ciudad. Pero hay ciertos complejos cinematográficos que prefiero evitar por diversas razones (sobre todo por la falta de calidad y compromiso en el desempeño de la actividad que realizan). Y ese día me toco pisar suelo enemigo, por cuestiones de coordinación y horarios (tratemos de ignorar otro detalle llamado desesperación), y ver en dicho cine “La Mala Educación”, prácticamente la única película que me llamaba la atención de las que se estaban proyectando y que no hubiera visto. Sobra decir que, siendo Almodóvar el director, y después de ver “Hable con Ella” mínimo unas cinco veces y considerarla como una de mis películas favoritas, mi tardanza por experimentar el mas reciente delirio de este tan afamado personaje no se debió a simple y sencilla pereza o indecisión. En este mundo en el que vivo, la mayoría de las veces (al menos en mi caso) la única causa cuyo efecto es la imposibilidad se escribe con un número indefinido de dígitos (dependiendo de la magnitud de la actividad frustrada) precedidos por un signo de pesos.
Esta bien. Con la anterior retórica no despisto a nadie, así que seré lo mas honesto y directo posible: Soy pobre. Así que apenas logré conseguir la cantidad necesaria de dinero y corrí a MM Cinemas (ya lo saben, no se equivoquen). O mas bien, mis padres iban, así que aproveché pensando en la posibilidad de que decidieran pagar los 3 boletos con el mismo billete. Un billete de ellos, claro está. Y afortunadamente para mí, eso fue justo lo que sucedió. Eso sí, ni a mi papá ni a mi mamá les encanta el lugar, pero no son tan dogmáticos como yo, y menos en cuestiones de cine. Pero, por ahorrarme unos cuantos pesos resulté ser menos dogmático de lo que pensaba.
Afortunadamente, mis padres no verían la misma película. Aceptaron, con reservas (como siempre), mi recomendación: “vayan a ver La Aldea”. Yo entre solo a mi sala. Extrañaba esa sensación. Y estuve complacido de sentirme totalmente bien sentado sin nadie enseguida. Bueno, eso fue hasta que me dí cuenta de que la sala estaba repleta de parejas maduras. Tuve una ligera sensación de bochorno cuando se me ocurrió que estarían pensando de ese pelón solitario que entró a ver una película sobre trasvestismo. Lo olvidé al momento al percatarme de los detalles de la sala. La pequeñísima pantalla que parecía estar situada a kilómetros de mi fila de butacas. La hilera de focos de 100 watts (o al menos así se veían) pegados en la pared. Gente que llegaba. Mas parejas: amorosas, amistosas y algunas cuyos limites no de dilucidarían a tan facil vista. Se apagaron los focos (la palabra “luces”, en el contexto, me suena demasiado magnificente). Anuncios. La película comienza. Me gustan los créditos muy á la Hitchcock. La trama empieza a absorberme. Primera escena de sexo. Oral. Zahara le “come la polla” a un “tío” que se queda dormido. Pero antes, justo en el momento del repentino corte a dicha escena, siento un espasmo en la hilera de butacas en la que estoy sentado. Una mujer ubicada a dos asientos, baja violentamente la cabeza hasta las rodillas y dice (con volumen no muy sutil) “¡de perdido, que avisen!”. Después de esto, los diálogos de Almodóvar se mezclan con frases como “¡que asco!”, “¡voy a vomitar!” y “¡ay, no mames!”, por no decir mas.
Para la mitad de la película mis nervios estaban a punto de sufrir un colapso, y desgraciadamente no era por ninguno de los recursos narrativos (muy respetables) que el señor Almodóvar desplegaba frente a mi a través de la pantalla , sino por la bola de estupideces que ese par de mujeres tan dolorosamente cerca pronunciaban. La frase de antología: “malditos jotos, hay muchos, y vas a ver que después de esta película van a haber mas”. Pasaron tantas cosas por mi cabeza después de escuchar esa frase, que no podría enunciarlas todas. Desde un sutil: “me podrías dejar escuchar la película por favor”; hasta un cruento: “a bestias como tu no les deberían dar descanso en la maquila”. Un punto intermedio era: “se equivocaron de sala; la película de trasvestis que ustedes querían ver es White Chicks”. Aunque este último tal vez no las hubiera ofendido. Porque tal vez finalmente eso fue justo lo que hicieron. Entrar a ver "White Chicks". Porque de mi sala huyeron aproximadamente media hora antes de que terminara la proyección. Estuve a punto de gritar “bravo” y aplaudir, al verlas reaccionar algo sensatamente por primera vez en la noche. Pero no soy tan malo. Aún.
Al finalizar la cinta, pude decir que me gustó. Necesito volver a verla en un entorno un poco mas benevolente en todos los sentidos. Pero lo que mas me llamó la atención, aún mas que la película misma, es que su título bien pudo haber sido también el de mi noche. “La Mala Educación”. La mala educación de los mexicanos. La mala costumbre de no tener criterio. La maldita simplificación a blancos y negros de un mundo con tantos matices. La imposibilidad de abrirse ante la diferencia y respetarla, de acoger la diversidad, de ejercer la tolerancia. La incapacidad de crecer, negando y rechazando todo lo que por inusual nos amenace. El conformismo y subordinación a las normas caducas. A los formalismos que no comprendemos, pero que respetamos por comodidad. A nuestra dependencia al catolicismo y otras doctrinas que en lugar de causar la unión provocan mayor segregación y rechazo.
Salí de la sala con un sentimiento agridulce. Ver “La Mala Educación” me costó un boleto a mitad de precio pagado por mi mamá. Ver la peor educación fue gratis. Y sé que, para mi desgracia, no será la última vez que la experimente.